Allí estaban los controles exhaustivos de entrada y salida de los que se hablaba. Una hilera de chinos exhibiendo sus pasaportes ante los policías aduaneros. "A los funcionarios a veces les deniegan el visado. Demasiados escándalos por grandes sumas de dinero en el juego"; había comentado mi amiga de Hong Kong. Ella no podía entender mi interés por visitar aquel nido de corrupción. Sin embargo, yo miraba el espectáculo con una curiosidad casi científica. Me intrigaban las razones que impulsaban a aquellas gentes a perder en manos del gobierno unos ahorros ganados con mucho esfuerzo en la búsqueda de una libertad económica que quizás nunca alcanzarían. Ironías del capitalismo comunista.
Un breve trayecto en barco y alcanzamos Las Vegas, quiero decir, la isla de Macao. La primera impresión de copia barata de la desértica capital, no por sabida, dejó de resultar decepcionante.
|
Skyline de Macao, China |
Poco a poco, los hoteles y rascacielos de luces de neón dieron paso a viviendas de corte europeo con ventanales y balcones característicos de otras latitudes; las grandes avenidas se tornaron en estrechas calles empedradas con tiendas ofreciendo productos en bilingüe y al girar una esquina me topé de frente con una procesión católica. Perpleja, la examiné como si fuera el juego de los errores: estandarte en la cabecera, sacerdote bendiciendo, porteadores sosteniendo una imagen, séquito de acompañantes, rezos y cánticos cristianos. Encajaba con el patrón a la perfección. Sin embargo, mi cabeza se resistía a aceptarla como real por tratarse de chinos exhibiendo carteles y cantos en portugués. Aún aturdida por la sorpresa, proseguí mi camino paseando por la que se me antojaba como calle Mayor. Compré unos pastelitos de Belem en un arranque de espontaneidad e ilusión por reencontrarme con las delicias lusas. Los degusté despacito, temerosa de que su aspecto de auténticos escondiera un sabor adulterado, precaución heredada de mi experiencia asiática. No me defraudaron. En un dulce deambular llegué a un destino ya esperado en un imaginario de sobra conocido: la plaza del pueblo. Franqueada por soportales, albergando la iglesia y decorada con un árbol de Navidad presidiendo. Me pregunté un instante si habría sufrido una transportación espacial. La multitud de ojos rasgados seguía rodeándome. Continuaba en China, sin duda.
|
Plaza Mayor de Macao en Navidad |
Unas notas de samba me desconcertaron una vez más. Seguí el son y aterricé ante un espectáculo inusual: unas brasileñas bailando en una escalinata de nombre Sao Paulo perseguidas por dragones y juegos de abanicos. La casualidad había querido llevarme a la gran fiesta de engrandecimiento del extinto imperio portugués.
|
Ruinas de Sao Paulo, Macao, China |
Entregada a la causa por completo, opté por darme un homenaje de marisco, siguiendo el ritual de todo buen españolito en Portugal. Fácilmente encontré un restaurante de ambiente clásico, con camareros de pajarita, pescado servido de una pieza, cortado con cuchillo y tenedor y acompañado de pan. Ni rastro de la habitual comida troceada en tiras y recogida por palillos rascando el arroz de las paredes de un bol. A mi lado, una familia de turistas del continente hacía estragos separando las espinas con los cubiertos bajo la divertida y discreta vigilancia de un macaense que me dedicó una sonrisa cómplice.
En la distante Macao ha sido dónde más cerca me he sentido del país vecino. Orgullosa de ver que la herencia portuguesa ha ganado la batalla a la todopoderosa invasión cultural china. Al menos, de momento.
|
Fortaleza de Macao, China |
Gracias Portugal por traer un trocito de la Península Ibérica a estas tierras extrañas.