Una amiga se asombró hace tiempo cuando, al preguntarme
por mi día a día en Shanghai, comenté que iba a 3 horas de clase de
chino por las mañanas. ¿Cómo era entonces posible que no tuviera tiempo
para nada más (como escribir este blog)? Pues por eso, porque cada día
hay que superar alguna prueba para lograr cualquier objetivo por
insignificante que sea. La diferencia cultural es tan grande que, a
pesar de llevar ya un par de meses por estas tierras y de, por fin,
haber logrado que me entiendan 2 de cada 5 veces que digo algo (en lugar
de 1 de cada 10), siguen surgiendo pequeñas pruebas diarias a superar
cada día.
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Colas en una estación de tren china. |
Como ejemplo os contaré mi llegada a Beijing, la capital del
imperio chino, que no estuvo en absoluto exenta de pequeñas barreras. El
inicio de las dificultades fue enteramente culpa mía: exceso de
equipaje. Es el problema de haber improvisado un viaje mochilero por
Asia sin tenerlo previsto, es decir, en lugar de con mochila, con una
maleta de tamaño mediano con todo lo necesario para la vida cosmopolita
de Shanghai y otra de mano que, se supone que es mochila, pero me
reconozco incapaz de llevar en la espalda (si es que soy una mochilera
pija, hay que reconocerlo). Resultado, ambas manos estirando de sendas
maletas. ¿Os imagináis el cuadro? El siguiente problema es que en China
hay muchos chinos. Esta afirmación que es, de por sí, una obviedad se
convierte en una realidad pasmosa cuando uno intenta moverse por estas
tierras. Y más si se llevan 2 maletas, una en cada mano. Hasta la
estación de tren en Shanghai pude llegar más o menos sin problemas
(conocía el camino), pero al llegar a Beijing hubo que superar la
primera prueba: los pasajeros de un tren de más de 30 vagones,
absolutamente lleno hasta la bandera, debían pasar por una única y
estrecha escalera mecánica del andén a la estación. Lo logramos, yo fui
embutida entre cientos de chinos, y sin tener muy claro si las maletas
que sostenía seguían siendo las mías o no...gracias a Dios lo eran. Y
así pude empezar a recorrer varias de las interminables salas que
caracterizan los espacios públicos chinos. La primera vez que pisé una
estación de trenes en China, era de noche y me asombraron sus
descomunales dimensiones y me dije para mí "qué exagerados estos chinos,
cómo quieren demostrar su grandeza". Sin embargo, cuando la vi de día,
en plena efervescencia, entendí que estaba bien dimensionada: ¡no cabía
un alfiler! Volviendo a mi llegada a la estación de Beijing, que ya os
podéis imaginar que es la más grande de cuántas he visto en China, tras
recorrerla entera, me encuentro con una última barrera infranqueable:
una escalera con un desnivel equivalente a 6 o 7 plantas de un edificio.
Me quedé paralizada mirando fijamente la escalera, pero como no se
convertía en mecánica ni mágicamente desaparecía el desnivel, miré a mi
alrededor, y descubrí, ¡escaleras mecánicas a mi derecha! Claro que, mis
mini conocimientos de chino me indicaban que esas iban a la estación de
autobuses y no a la salida, pero, decidí que, una vez arriba, ya podría
ir cómodamente por la calle de un sitio a otro. Subí, muy contenta por
mi supuesta gran inteligencia, y al llegar arriba descubrí con horror,
que, efectivamente, se trataba de una estación de autobuses y que,
además, me encontraba en una isleta vallada que me impedía el acceso a
la calle. ¿Y para bajar de nuevo a la estación? Por supuesto, escalera
manual. Mi genial idea me había duplicado el obstáculo a vencer. Tras
unos segundos de desesperación, decidí dar el resto y preguntarle a los
empleados que, aparentemente, vendían billetes de autobús y que, no sé
por qué motivo, eran 3 aunque solo atendía 1 (método chino anti
desempleo, imagino). Les expliqué como pude mi problema y, tras rechazar
la solución obvia de volver sobre mis pasos con un "no puedo" (bu keyi)
en chino y mirada de pena hacia mis maletas, logré que me abrieran la
valla y que me dieran una extensa explicación (de la que entendí la
cuarta parte) de cómo llegar a una salida sin bajar escaleras. Bueno,
logré eso y también crear un show gratuito para que todos los allí
presentes tuvieran conversación en su casa esa noche. Me dirigí
diligentemente en la dirección que me habían dicho (o que había creído
entender) y me encontré de nuevo con... ¡otra escalera manual! A su vez,
venían tres hombres de cara que, al notar mi expresión de horror, me
reconfirmaron que no había ascensor, a lo cual les contesté (todo esto
en chino) que por qué, y les pareció la mar de divertido (por cierto,
que sí suele haber ascensores en las estaciones pero están reservados a
los minusválidos y cerrados para el público en general, esto, al
principio, me pareció incomprensible pero, nuevamente, cuando uno se da
cuenta de que en China hay muchos chinos, comprende que es lógico que lo
hagan así). En fin, gracias a qué mi pregunta les cayó en gracia, me
ayudaron a bajar la maleta (¡yuupi!) y, no sólo eso, si no que resultó
que eran trabajadores de la estación y llamaron a un compañero por el
walki talki para que me recibiera abajo y me ayudara a subir la enorme
escalera que había causado toda la aventura. Arriba había unos
soldaditos del ejército chino que me miraron extrañados porque nadie les
había avisado de que llegaba un VIP al que proteger. Resultado: logré
no tener que subir las maletas sola y salir de la estación, eso sí, tres
cuartos de hora después de la llegada del tren.
Ya solo me quedaba la
última prueba, llegar al albergue. Esto parecía que iba a ser sencillo,
puesto que, había renunciado a intentarlo en transporte público y me
disponía a coger un taxi. Rápidamente, me vi acechada por un grupo de
"taxistas a la espera". En toda estación china hay una hilera de taxis
parados esperando cazar al viajero despistado que, como no conoce las
distancias reales en la ciudad, está dispuesto a aceptar el precio
concertado que le ofrezcan tras un pequeño regateo.Dado que yo me negué a
aceptar ir sin taxímetro y la dirección a la que iba no les pareció lo
suficientemente lejana, me abandonaron pronto a mi suerte y me dispuse a
buscar un taxista en movimiento. No era fácil divisar taxis en
movimiento, así que, mis maletas y yo avanzamos un par de manzanas
(manzanas de gran capital, es decir, equivalentes a varias de capital de
provincias) hasta la siguiente esquina. Y sí, ya pasaba algún taxi,
pero no me querían llevar y negaban con la cabeza. Esta circunstancia no
era nueva para mí y, por tanto, la acepté resignada. Entiendo que los
motivos que llevan a un taxista chino a no querer llevarme pueden ser
varios.O bien prefieren no llevar a un laowai (extranjero) para evitarse
problemas, o bien, ya van de camino a otro servicio (el taxímetro no lo
ponen en marcha cuando llamas a un taxi hasta que te recoge) o bien
porque no pueden parar en ese punto (imposible predecir si el punto es
permitido o no, cuando para lo demás las normas de tráfico parecen ser
de poco valor). En esta ocasión, parece ser que la razón era la última,
ya que, vi como también rechazaban a unos chinos y ellos se movían a
otra zona de la calle. No obstante, para entonces mi agotamiento
empezaba a notarse y decidí dar otra oportunidad a esa esquina. ¡Y paró
un taxi! Por supuesto, no se bajó a ayudarme con las maletas pero, sí me
abrió el maletero enseguida. Sólo habían pasado otros 45 minutos. No
estaba mal. Ya estaban superadas las pruebas del día y pronto podría
deshacerme de mi incómodo equipaje en el albergue. Eso creía yo, pero
aún quedaban sorpresas. Haciendo alarde de mi sentido práctico de la
vida y de mi experiencia en China, llevaba escrita la dirección del
albergue. Lo malo es que quise haberla impreso pero en la tienda no
quisieron y, en lugar de ello, me la anotaron a mano en un papel. Si
leer caracteres es de por sí complicado, podréis comprender que entender
los que ha escrito alguien a mano (sin poner empeño en hacerlo) es
dificilísimo, por tanto, yo había asumido que estaba bien copiado y como
tampoco recordaba cómo se llamaba la calle, no me quedaba otra
alternativa más que entregarle la nota al taxista. El taxista empezó a
poner caras extrañas, yo le indiqué en chino que estaba cerca de Qianmen
(la puerta de entrada a la Ciudad Prohibida) y él confirmó que lo sabía
pero conforme íbamos avanzando en el atasco pequinés, se ponía más
nervioso, miraba el mapa, intentaba programar el GPS, volvía a mirar el
mapa, repetía el texto de la nota...pero no sabía dónde estaba. Así fue
como llegamos a pararnos en el atasco y sin saber si estábamos en la
dirección correcta. Yo le comenté que lo tenía en mi ordenador, y salí a
toda prisa del coche parado en la calzada, abrí el maletero, saqué el
ordenador y, mientras este se cargaba, el taxista emocionado, me anunció
que ya sabía dónde era, y, claro, el problema estaba en que mi anotador
había escrito un carácter mal y era otra palabra. Efectivamente, cuando
mi ordenador logró encenderse y cargar todas las aplicaciones, pude
abrir el mapita de la reserva y confirmar que la calle era la que mi
taxista había adivinado, no sin esfuerzo. Así pues, dimos la vuelta en
la avenida, y resultó que la suerte nos acompañaba, porque era justo la
calle de enfrente. Mi taxista esbozó una sonrisa de alivio y me comunicó
que esa era la calle. ¡Estábamos salvados! Comenzamos a adentrarnos en
la calle y ante mis ojos apareció el escenario de una película antigua
china. Resulta que la supuesta calle era un hutong o callejón típico de
Pekín.
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Un hutong de Beijing. Este es más ancho que el de mi hostel. |
Los hutongs se caracterizan por ser muy estrechos y la gente hace
la vida en la calle. Puestos de pinchitos, artesanos varios, niños
jugando, repartidores en bici, en moto, en carro... salían de todas las
direcciones y cortaban el paso a nuestro taxi. Mi taxista empezó a
agobiarse y cada 3 metros preguntaba por el número de la calle y obtenía
la misma respuesta, que siguiera recto y ahí estaba (respuesta muy
común en China). Y entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir. Mi taxista
golpeó un coche que estaba aparcado en el hutong. La primera reacción
del dueño del vehículo en cuestión (que estaba dentro esperando
vete-tú-a-saber-qué) fue decirle que no pasaba nada. A los dos segundos
apareció en escena un anciano que aseguró que sí había daños en el
coche, y unos segundos más tarde ya había todo un corro de gente mirando
y opinando, y mi taxista (bastante tímido) y el dueño del coche
discutiendo. Aquello se alargaba y cada vez venía más gente, así que,
salí del taxi y les dije en chino "me tengo que ir" y, ya teníamos el
cuadro completo. Espectáculo insuperable en el vecindario, un accidente,
una discusión y ¡un laowai que intenta hablar chino! Menos mal que mi
taxista era de los que rehuyen el enfrentamiento y, al verme (y de paso
recordar mi existencia y la de mis maletas), optó por entregarle un
billete al dueño del coche supuestamente dañado y así continuamos el
camino. Aún tuvimos que ceder el paso a coches que venían de frente,
observar cómo una moto se obstinaba absurdamente en no cedérnoslo a
nosotros, esquivar unos niños jugando y cuando ya se divisaba el otro
extremo de la calle (que realmente era por el que deberíamos haber
entrado), le grité a mi taxista un "dao le!" (¡hemos llegado!) y me
despidió rápidamente, esta vez, bajándome el las dos maletas. Como diría
el GPS "ha llegado a su destino". Tras 3 pruebas y casi 3 horas más
tarde.
Ya os podéis hacer una idea de mi día a día en China. No me da tiempo a nada y menos aún a aburrirme.
¿Has estado o estás por China? ¿Tienes esta misma sensación? ¡Cuéntanosla!