Paz, mucha paz, esa era la principal característica de la aldea de Muang Ngoi. Una paz únicamente perturbada por el ruido de los generadores eléctricos de algunas viviendas al anochecer. Una paz contagiosa que hacía que ni a mi compañera de viaje ni a mí nos apeteciera abandonar el lugar. Sin embargo el dinero, siempre omnipresente, aún sin bancos ni cajeros, también regulaba la vida en este paraíso aparente. Dinero ya casi no nos quedaba, por lo que sólo nos restaba una jornada y había que aprovecharla. Y eso hicimos.
Echamos a andar hacia el interior, siguiendo una ruta que nos llevaría a visitar la aldea vecina. La senda aparecía y desaparecía entre la naturaleza, atravesando algún que otro riachuelo. Zapatillas fuera, un poco de equilibrio...y ¡a cruzar! Lo teníamos fácil, íbamos de paseo y teníamos todo el tiempo del mundo. Las gentes locales lo tenían más complicado, iban cargadas con la compra hecha en el mercado de Muang Ngoi que peligraba en sus espaldas.
En el camino cruzamos una primera aldea, no más de una docena de viviendas y niños jugueteando por la calle que nos miraban recelosos. Una sensación de intruso incómodo me invadió, ¿nos verían como a extranjeros blanquitos snobs por mirarlos curiosos y hacerles fotos? Difícil equilibrio mantener el respeto por el ser humano ocultando la sorpresa por la disparidad de su forma de vida...
Un plato de arroz compartido para recobrar fuerzas y retomamos nuestra ruta por la jungla.
Continuamos avanzando entre el bello y frondoso paisaje hasta que se abrió un claro y apareció ante nuestros ojos una apacible aldea. Menos transitada por turistas, los que hasta allí llegábamos éramos recibidos con una mezcla de curiosidad y amabilidad. Visitantes y habitantes nos observábamos mutuamente con la misma extrañeza.
Únicamente un hombre nos trató con gran naturalidad. Padre de familia, nos acogió en su improvisado restaurante y, con su medio inglés, nos presentó orgulloso a sus hijas. En agradable tertulia, nos habló de su otro vástago que estaba estudiando y formándose en la ciudad para un futuro más próspero. Una mirada al cielo nos obligó a acortar la visita. El sol no esperaba y urgía retornar a la seguridad de nuestra hostal. A paso acelerado, llegamos a Muang Ngoi cuando ya despuntaba el ocaso. Una última bella puesta de sol para despedirnos de aquel paraíso cada vez menos aislado.
Alrededores de Muang Ngoi, en Laos |
En el camino cruzamos una primera aldea, no más de una docena de viviendas y niños jugueteando por la calle que nos miraban recelosos. Una sensación de intruso incómodo me invadió, ¿nos verían como a extranjeros blanquitos snobs por mirarlos curiosos y hacerles fotos? Difícil equilibrio mantener el respeto por el ser humano ocultando la sorpresa por la disparidad de su forma de vida...
Un plato de arroz compartido para recobrar fuerzas y retomamos nuestra ruta por la jungla.
Aldea cerca de Muang Ngoi, Laos |
Continuamos avanzando entre el bello y frondoso paisaje hasta que se abrió un claro y apareció ante nuestros ojos una apacible aldea. Menos transitada por turistas, los que hasta allí llegábamos éramos recibidos con una mezcla de curiosidad y amabilidad. Visitantes y habitantes nos observábamos mutuamente con la misma extrañeza.
Únicamente un hombre nos trató con gran naturalidad. Padre de familia, nos acogió en su improvisado restaurante y, con su medio inglés, nos presentó orgulloso a sus hijas. En agradable tertulia, nos habló de su otro vástago que estaba estudiando y formándose en la ciudad para un futuro más próspero. Una mirada al cielo nos obligó a acortar la visita. El sol no esperaba y urgía retornar a la seguridad de nuestra hostal. A paso acelerado, llegamos a Muang Ngoi cuando ya despuntaba el ocaso. Una última bella puesta de sol para despedirnos de aquel paraíso cada vez menos aislado.
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