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lunes, 25 de julio de 2016

Macao: Lucha entre imperios

Allí estaban los controles exhaustivos de entrada y salida de los que se hablaba. Una hilera de chinos exhibiendo sus pasaportes ante los policías aduaneros. "A los funcionarios a veces les deniegan el visado. Demasiados escándalos por grandes sumas de dinero en el juego"; había comentado mi amiga de Hong Kong. Ella no podía entender mi interés por visitar aquel nido de corrupción. Sin embargo, yo miraba el espectáculo con una curiosidad casi científica. Me intrigaban las razones que impulsaban a aquellas gentes a perder en manos del gobierno unos ahorros ganados con mucho esfuerzo en la búsqueda de una libertad económica que quizás nunca alcanzarían. Ironías del capitalismo comunista. 

Un breve trayecto en barco y alcanzamos Las Vegas, quiero decir, la isla de Macao. La primera impresión de copia barata de la desértica capital, no por sabida, dejó de resultar decepcionante.

Skyline de Macao, China
Poco a poco, los hoteles y rascacielos de luces de neón dieron paso a viviendas de corte europeo con ventanales y balcones característicos de otras latitudes; las grandes avenidas se tornaron en estrechas calles empedradas con tiendas ofreciendo productos en bilingüe y al girar una esquina me topé de frente con una procesión católica. Perpleja, la examiné como si fuera el juego de los errores: estandarte en la cabecera, sacerdote bendiciendo, porteadores sosteniendo una imagen, séquito de acompañantes, rezos y cánticos cristianos. Encajaba con el patrón a la perfección. Sin embargo, mi cabeza se resistía a aceptarla como real por tratarse de chinos exhibiendo carteles y cantos en portugués. Aún aturdida por la sorpresa, proseguí mi camino paseando por la que se me antojaba como calle Mayor. Compré unos pastelitos de Belem en un arranque de espontaneidad e ilusión por reencontrarme con las delicias lusas. Los degusté despacito, temerosa de que su aspecto de auténticos escondiera un sabor adulterado, precaución heredada de mi experiencia asiática. No me defraudaron. En un dulce deambular llegué a un destino ya esperado en un imaginario de sobra conocido: la plaza del pueblo. Franqueada por soportales, albergando la iglesia y decorada con un árbol de Navidad presidiendo. Me pregunté un instante si habría sufrido una transportación espacial. La multitud de ojos rasgados seguía rodeándome. Continuaba en China, sin duda.

Plaza Mayor de Macao en Navidad
Unas notas de samba me desconcertaron una vez más. Seguí el son y aterricé ante un espectáculo inusual: unas brasileñas bailando en una escalinata de nombre Sao Paulo perseguidas por dragones y juegos de abanicos. La casualidad había querido llevarme a la gran fiesta de engrandecimiento del extinto imperio portugués.

Ruinas de Sao Paulo, Macao, China
Entregada  a la causa por completo,  opté por darme un homenaje de marisco, siguiendo el ritual de todo buen españolito en Portugal. Fácilmente encontré un restaurante de ambiente clásico, con camareros de pajarita, pescado servido de una pieza, cortado con cuchillo y tenedor y acompañado de pan. Ni rastro de la habitual comida troceada en tiras y recogida por palillos rascando el arroz de las paredes de un bol. A mi lado, una familia de turistas del continente hacía estragos separando las espinas con los cubiertos bajo la divertida y discreta vigilancia de un macaense que me dedicó una sonrisa cómplice.

En la distante Macao ha sido dónde más cerca me he sentido del país vecino. Orgullosa de ver que la herencia portuguesa ha ganado la batalla a la todopoderosa invasión cultural china. Al menos, de momento.

Fortaleza de Macao, China



Gracias Portugal por traer un trocito de la Península Ibérica a estas tierras extrañas. 

lunes, 4 de abril de 2016

Hong Kong, puerta hacia Europa

Se respira Navidad. Hace tiempo que el calendario decía que estamos en Diciembre pero hasta hoy no ha resultado evidente. Incluso hace fresco. Debo comprar un suéter o mi única sudadera se convertirá en segunda piel. Al tratar con la dependienta china siento el impulso de regatear, pero su corrección británica me frena. Resuenan villancicos en la calle. Veo a un coro de niños cantando en un portal. Son chinitos entonando clásicos en perfecto inglés. 


Calle de Hong Kong decorada de Navidad



Continuo rumbo al punto de encuentro admirando el paisaje urbano a mi paso. Esbeltos y modernos edificios de oficinas y centros comerciales me saludan. De ellos emergen hordas de ejecutivos en busca de des-estrés alcohólico en el final de jornada. Reconozco idéntico estilo occidental en la vestimenta y movimientos de todos, a pesar de su origen diverso. Opto por seguirlos intuyendo que me guiarán hasta mis amigos visitantes del continente. 

Me conducen a una calle repleta de pubs con el inconfundible ambiente de cenas de empresa navideñas. Son muy pocos los chinos que distingo entre los alegres bebedores de cerveza. Por primera vez en meses de viaje, me preocupo por mi apariencia algo destartalada. Temo no estar a la altura de la etiqueta. Afortunadamente, mi condición de mujer blanca es suficiente sinónimo de elegancia. Comparto una copa de importación para celebrar el reencuentro. La noche culmina en lo alto de un rascacielos dónde rememoramos anécdotas chinas. Al fondo la vista de las torres vecinas iluminadas deja entrever la bahía. En mi memoria la ciudad más evolucionada de la madre China rivaliza con la nueva visión de la antigua colonia isleña. Un comentario de mi amigo venido de Shanghai me devuelve al sitio. Sin duda, el mejor destino para mi adiós a Asia y el inicio del regreso a Europa. Buenas noches, Hong Kong, contigo empieza el final de mi gran viaje.


Hong Kong


Diciembre 2011


Mi llegada a Hong Kong fue un shock por el reencuentro con lo occidental. Tras meses sin tratar con mi propia cultura, me sorprendió volver a enfrentarme a ella. ¿Has sentido algo parecido?

martes, 15 de mayo de 2012

De Tibet a Nepal

La jornada empezó muy temprano en el Campamento Base del Everest y culminó, ya de noche, en la capital de un nuevo país para mí, en Katmandú, Nepal. Así fue cómo ocurrió.
Dejando atrás el Everest, mi compañera checa, el guía y el chofer tibetanos y yo, emprendimos un frenético viaje para llegar a la frontera con Nepal antes de que cerrará a las 15 horas. No había tiempo que perder. En el trayecto observamos a los niños tibetanos acudir en grupo al colegio chino, cubiertos del polvo del camino, pero felices. Desayunamos en Old Tingri, con unas inmejorables vistas al Everest y las cumbres de sus hermanos pequeños. A continuación, sin previo aviso, el jeep se desvió campo a través por un atajo. Y así, entre bote y bote, fuimos despidiéndonos del Himalaya. Conforme descendíamos en altura, el paisaje se iba transformando, dando paso a una cordillera frondosa y a una serpeante carretera, muy perjudicada pero asfaltada, con pequeñas cascadas de agua brotando de las montañas (reminiscencias de la recién acabada temporada de lluvias). Ver tanto verde después del árido paisaje tibetano fue un regalo para los ojos.


Últimas montañas del Tibet

Último tramo de la carretera a la frontera nepalí
El último de los pueblos del Tibet (Zhangmu), y por ende de China, recuerda un poco a un típico pueblo de montaña europeo, con empinadas calles y flores en los balcones. Cambiados los últimos yuanes a moneda nepalí, el guía nos acompañó en el paso fronterizo. Los guardias chinos nos miraban desconfiados (sobre todo a nuestro guía, claro está), y nos pidieron los papeles en más de una ocasión, incluso ya pasada la pertinente inspección. Registraron el equipaje en busca de libros prohibidos, que no encontraron (a un amigo de otro grupo sí le confiscaron la guía Lonely Planet del Tibet). Cruzamos un puente a pie, lleno de soldados de ambos lados, gentes cargadas esperando y diversos puestos ambulantes (yo tenía miedo de pararme por si me hacían volver) y...¡Namaste!¡estábamos en Nepal! Eran poco más de las 13 horas, ¡misión cumplida!.
En la frontera nepalí, todo facilidades y sonrisas. Por favor, pague usted el visado en dólares, eso de los euros no nos gusta nada porque nuestra cuenta es en dólares (¿?) y le le vamos a cobrar más (que es lo que me pasó). Al salir de allí, empezaba lo difícil, había que buscar un medio de transporte para llegar a la capital. Nos empezaron a acosar diferentes individuos ofreciéndose para llevarnos en sus vehículos. Primera confrontación con la cultura nepalí. Todos chapurrean inglés, son muy negociantes y, a diferencia de los chinos, acostumbrados a tratar con los turistas. También son muy distintos entre sí. La mezcla de razas es increíble. Los hay que recuerdan a los tibetanos, otros a los indios y hasta a los chinos. Nos pedían una fortuna por llevarnos a Katmandú. ¿Por qué? Era la festividad de Dasain y en ella todo buen hindú debe volver a casa para recibir la tika o bendición del paterfamilias. El autobús público dejaba a las afueras y con la festividad iba a ser complicado llegar desde allí al centro. Mi amiga checa se abstenía de opinar, al haberle fallado el cajero, estaba a expensas de mí y mi dinero, pero sí me apremió con un "si no nos damos prisa, tendremos que ir en el techo del autobús", que yo entendí como una exageración, pero que más tarde comprobé se ajustaba a la realidad. Cansada del viaje y con tantos inputs nuevos, era difícil pensar con claridad. Finalmente, acepté ir con el primero de los transportes disponibles, un señor y su furgoneta - camioncito. Mi amiga checa, el conductor, mi trolley y yo embutidos en la parte delantera, en la trasera, un tibetano huído para darle más emoción (según me explicó con su medio chino), y tres mujeres nepalíes. La maleta grande, junto con otros bártulos, atada en lo alto. Empezó el viaje, seguramente el más arriesgado de mi vida, aunque por entonces yo sólo lo sospechaba. 

Atasco camino de Katmandu

Viniendo de China, Nepal me pareció una vuelta atrás en el tiempo (aún más). La carretera (sería más exacto decir el camino), en ocasiones, desaparecía. Acababa de terminar el monzón y aún no había sido reparada. Un grupo de españoles que había conocido en el Everest provenientes de Nepal me había explicado que su autobús había tenido que interrumpido el viaje y habían recorrido los últimos kilómetros a pie. Con mis dos maletas, yo no iba a poder, tendría que liberarme de una. Intentaba no pensar en eso y disfrutar del paisaje entre los saltos y brincos. Avanzábamos y eso era mucho. Pequeñas fuentes naturales brotaban de los bordes del camino y formaban grandes charcos. Los nepalíes las aprovechaban para asearse. Todo tipo de animales domésticos y alguna vaca despistada cruzaban las calles a su antojo. Un divertido caos de gentes y colores, algunas con traje tradicional, a pie o en algún transporte imposible como el techo de los autobuses. Como decorado un hermoso paisaje de verdes montañas con una garganta con un río al fondo.




Atravesamos varios puestos militares que nuestro chófer sorteaba con una amplia sonrisa y unos papeles. Hubo momentos de tensión, como cuando por el estrecho paso con precipio teníaimos que esquivar a un coche que venía de frente (el video recoge alguno parecido) . En esos momentos me tranquilizaba pensar que no había motivos para suponer que nuestro conductor tuviera instintos suicidas. Tras un enorme atasco en que se puso el sol y aprovechamos para intentar comunicarnos con el resto de pasajeros, por fin, llegábamos a Thamel, el barrio más céntrico y turístico de Katmandú. 
Mi primer paso fronterizo a pie no había estado exento de emociones. La aventura nepalí no había hecho más que empezar.

¿Has atravesado algún paso fronterizo similar? ¿Cómo fue?


domingo, 6 de mayo de 2012

Shanghai, ciudad de grandes contrastes (2ª parte)

Hoy voy a continuar compartiendo con vosotros mi visión de los grandes contrastes de Shanghai. La imagen más conocida de Shanghai es, sin duda, el skyline del Bund con la futurista (y algo hortera) Torre de la Perla. Un conjunto de rascacielos en primera línea del río que de noche se iluminan mostrando mensajes publicitarios con juegos de luces de colores y que pueden admirarse desde el paseo del Bund en el otro lado del río. Varias azoteas con bares y discotecas de última moda despliegan vistas al más puro estilo Manhattan, con relaciones públicas muy fashion que eligen a quién dejan entrar a su local. Eventos, personalidades, muchos extranjeros expatriados dispuestos a disfrutar de la noche de Shanghai, rodeados de bellas jovencitas chinas vestidas a la última moda y con los más caros complementos.

También de día hay eventos en la zona del Bund, como el de esta playa artificial

No muy lejos de allí, convive uno de los barrios aún por desarrollar de Shanghai, en los alrededores de la parada de metro de Xianomen. Un paso atrás en el tiempo, una vuelta a la China tradicional. Los vecinos hacen vida en la calle, los niños juguetean y las mujeres cocinan en fogones exteriores, se venden frutas, verduras y todo tipo de mercancías expuestas sobre la calzada (a pesar de haber un mercado cerrado), bicicletas y motocicletas transportan cargas imposibles...todo ello en unas callejuelas estrechas de casas bajitas en medio de un ordenado caos que, en ocasiones, deja entrever alguno de los modernos rascacielos en el horizonte.

La mejor zona del barrio antiguo con el skyline de Shanghai en el horizonte

Una calle de Xianomen con la Torre de la Perla de Shanghai al fondo


Tráfico en Xianomen
A unas pocas paradas del metro de Xianomen, nos adentramos en un conjunto de casas de la época colonial que recuerdan al estilo londinense, sin perder el toque chino, y que han sido reconvertidas en tiendas de diseño y bares donde los shanghaianos más cool acuden a tomarse un cocktail o dos en la hora feliz o a comprarse uno de los últimos diseños. Es Tianzifang.

 
Tianzifang

Antiguo y moderno conviven en Shanghai. Aún en las zonas desarrolladas, algunas gentes de Shanghai siguen viviendo como lo hacían en los estrechos callejones y no es raro ver transeúntes en pijama por la calle o ropa colgada en cualquier rincón. Muchos gustan de acudir a alguno de los tradicionales mercadillos. Uno de ellos es el de las mascotas en Laoximen. Ubicado en un barrio de altas y modernas torres, muy cerquita también del Bund, se abre un pasadizo en una manzana que da paso a un entramado de puestos de mascotas apelotonadas. Allí se pueden encontrar desde sufridores animalillos domésticos guardados en espacios muy reducidos (conejitos, hamsters, pajaritos...) hasta insectos, fundamentalmente grillos y escarabajos. Los grillos son utilizados para amenizar con su canto y los escarabajos son luchadores que se enfrentan en peleas para que sus dueños ganen un dinero con las apuestas. Para probar la calidad de estos últimos, el comprador excita al insecto con un palito para ver cuan agresiva es su reacción. Curioso entretenimiento.
 
Mercado de animales de Laoximen. Las cestitas de bambú contienen grillos cantores

Un cliente eligiendo un escarabajo guerrero en el mercado de los animales de Laoximen

Cuando les pedí a mis jóvenes amigas con quienes intercambiaba mandarín por inglés, que me llevaran a dónde ellas van a pasar el tiempo libre, ellas, veinteañeras, estudiantes y oriundas de Shanghai, me condujeron a Xintiandi, en pleno corazón de la Concesión Francesa. Centros comerciales de grandes marcas de lujo en unas calles que más recuerdan a una capital europea que a una china. Repletas de turistas extranjeros sí, pero dónde también va la clase media y alta de Shanghai a buscar las últimas incorporaciones de las tiendas de prestigio. En ninguna otra ciudad he visto tantas tiendas repetidas de una misma marca de lujo como en Shanghai. Irónicamente, en esta misma zona está el histórico monumento dónde se reunió el primer congreso del partido comunista chino. El capitalismo más extremo en una de las catedrales del comunismo.


Casas típicas de Xintiandi, Shanghai

Con todo ello, ya no os asombrará que en 2011, enormes carteles celebraran orgullosos el 90 aniversario de la revolución comunista china en pleno centro neurálgico y comercial de Shanghai. ¿Paradójico? Así, son los contrastes de Shanghai, así es, la China moderna.

Cartel conmemorativo de los 90 años de comunisno en el metro Plaza del Pueblo, Shanghai

¿Cuál de las dos Shanghais es la auténtica? ¿Crees que es posible que esta convivencia se prolongue en el tiempo?

miércoles, 2 de mayo de 2012

Durmiendo en la cima del mundo, el Everest

No soy muy montañera ni he ido mucho de acampada, más bien, soy urbanita. Sin embargo, me disponía a pasar la noche en el Everest. Más concretamente, en el campamento base del lado tibetano, a 5.250 metros de altitud. Era una perspectiva emocionante pero no exenta de preocupaciones, ¿superaría con éxito la prueba o sucumbiría al mal de altura?

Campo base del Everest en el Tibet

Dos hileras de tiendas de campaña enfrentadas, un cartel en chino, tibetano e inglés indicando dónde estamos, algunos puestos de artesanos vendiendo bisutería, unas letrinas y una oficina de correos (la más elevada del mundo), todo ello coronado por el pico del Everest al fondo. Así es el campo base dónde iba a pasar la noche. Hacía un día precioso, brillaba el sol y el Everest se veía deslumbrante presidiendo el paisaje. Aún se podía llegar más cerca de la gran montaña (sin ser alpinista, se entiende). Hay un camino de una hora andando hasta el otro campamento base, el militar, desde allí casi se toca la cumbre. Mi compañera checa emprendió la marcha a pie acompañada por el guía. Yo no fuí tan valiente. El mal de altura, no me había afectado, pero sí notaba que estaba más cansada de lo normal y dos horas de trekking no iban a ayudar demasiado. Preferí no arriesgar y coger el autobusito (supuestamente ecológico) que llevaba hasta allí. Me encontré con un puesto militar chino y una  pequeña colina a modo de mirador. La subí poco a poco, parándome a mitad a coger aire (era una elevación insignificante pero la altitud magnifica el esfuerzo). Y allí estaba, frente a frente al Everest, cara a cara, casi parece que se esté a la par con él cuando, en realidad, aún hay varios miles de metros de diferencia. Lo inalcanzable parece alcanzable.

Segundo campo base del Everest en el Tibet
El Everest desde el segundo campo base

Cumplido el ritual de adoración a Chomolungma, por delante quedaban largas horas hasta la puesta de sol. Fueron llegando otros viajeros, amigos ya, que habían ido coincidiendo en las distintas paradas del recorrido tibetano. Tristemente resultó que la mayoría tuvo que abandonar el campamento porque alguno de los miembros de su expedición estaba repentinamente enfermo (no habían sabido guardar las energías o simplemente les había tocado la china del mal de altura).  Se perdieron el increíble espectáculo de la puesta de sol, otro gran regalo de la naturaleza. El cielo totalmente despejado proyectaba diversos colores en la cumbre del Everest que fue cambiando del dorado intenso al ocre hasta apagarse por completo.

Puesta de sol sobre el Everest

La suerte me sonreía, ¡iba a superar la prueba y a disfrutarla!. Con la caída del sol, la temperatura empezó a bajar y había que ir al retrete. Prefiero ahorraros los detalles de la descripción de las letrinas del campamento base. El olor ya se notaba en un radio de dos metros alrededor de ellas y no creo que hubieran sido vacíadas en meses. Como resultado, había un decorado de papelitos usados circundando la zona. Asqueroso. A la luz del día, con ayuda de una amiga haciendo de vigilante (¡no hay arbustos a más de 5.000 metros!) añadí, muy a mi pesar, otro papelito a la colección pero...¿de noche? Había hecho prometer al guía que me llevaría el chofer al monasterio para poder ir al aseo antes de dormir. Sin embargo, mi guía había desaparecido. Y la noche caía. Me salvó el mandarín. Aunque el chofer lo hablaba fatal, sí suficiente como para entender mi petición y, muy amable, salimos en el jeep, bajo una noche profunda, por la carretera de piedras y charcos, en busca del ansiado retrete. Y resultó que el chofer que, hasta entonces no se había pronunciado, tenía ganas de conversación. Son estos momentos en los que una fugazmente calcula la diferencia de tamaño del chofer tibetano (enorme) y la gran soledad de las montañas pero decide, rápidamente, cortar estos pensamientos (la checa estaba tan cansada que había preferido quedarse en la tienda). Fue todo bien y una hora más tarde ya estaba junto a mi tienda lavándome los dientes en la oscuridad. La noche en la tienda de campaña acababa de empezar.

Dueño de tienda - hotel en el Everest

Nuestro anfitrión que más parecía un indio americano de las películas que un tibetano, y que era extremadamente coqueto, continuamente mirándose al espejo y colocándose bien la trenza, encendió el fuego. Yo, totalmente vestida con mis varias capas y los pantys debajo de los pantalones, me introduje en la sábana - funda traída desde el pisito de Shanghai y en el saco de dormir prestado por el guía y me tapé (bueno me taparon porque no podía moverme ya) con varias mantas. Y así, enfundada en todo ello y muy calentita, me dispuse a intentar dormir. No pasé frío durante la noche pero tampoco dormí demasiado. La parte de atrás de la tienda se convirtió en el centro de reunión de los tibetanos del campamento y cada vez que entraba alguien a la tienda me inquietaba saber que mi bolso estaba fuera de mi alcance. Por no hablar de la comodidad de la bancada que era estrecha y dura. Los ronquidos del chino tampoco ayudaban. Sin embargo, mi compañera checa y la pareja china parecía que dormían plácidamente.

Aquí dormimos en el Everest

A la mañana siguiente, ¡sorpresa! no había hoguera al levantarse. Hube de armarme de gran valentía para salir del calentito nido que me había organizado. Mientras me lo pensaba, observé asombrada como mi guía se cambiaba la camiseta sin esfuerzo y mostrando su torso descubierto. Imagino que hay que ser tibetano para no sentir el frío matutino del Himalaya. La salida del sol sobre el Everest, no fue tan especial como la puesta. El Everest es increíble pero creedme no merece la pena dormir allí si es por ver la salida del sol. Sí por el misterio de saber que se está durmiendo a más de 5.000 metros, rodeada de tibetanos y a los pies de la montaña mágica. Jamás me había imaginado siquiera que yo haría algo así. La realidad había superado a la imaginación y la experiencia del Everest había pasado a formar parte de mis recuerdos imborrables.

domingo, 29 de abril de 2012

Camino al Everest

Jamás en mi vida pensé que iba a estar tan cerca de la cumbre del Everest. Y menos aún que iba a dormir en él. El Everest, Chomolungma (como lo llaman los tibetanos), el monte más alto del mundo, en una de las cordilleras más fascinantes, el Himalaya. Había visto reportajes, leído sobre ello, pero ni siquiera soñado con ir. Y, sin embargo, allí culminó mi estancia en China. Porque señores, hoy por hoy, el Everest (o gran parte de él) es China.

Entrada oficial al Everest desde el Tibet
El viaje al Everest es bastante estándar, uno no tiene alternativas en Tibet. Si se quiere obtener el necesario permiso del gobierno chino, hay que seguir un recorrido prefijado e ir con guía. Todas las agencias organizan más o menos las mismas paradas. En mi caso esto suponía que íbamos a pasar la noche en el campamento base del Everest. Mi grupo de viaje consistía en un jeep compartido con otra chica viajera de origen checo, el guía y el chofer tibetanos. La última parada, Shegar, un pueblecito tibetano que no saldría en los mapas si no fuera por ser la entrada y parada obligada de los viajeros antes de entrar en el Parque Natural del Everest. Allí tuve una agradable despedida del Tibet en compañía de otros viajeros y tibetanos de sobremesa en uno de los cuatro restaurantes del pueblo. Se formó una jam session entre una abuelita tibetana con su extraña guitarra y un joven hippy holandés y la suya,  interrumpidos a ratos por cortes de electricidad. Extraño y encantador momento a las puertas de Chomolunga, a 4.300 metros de altitud. En eso estaba cuando apareció mi guía para anunciarme que al día siguiente salíamos a las 4 y media para poder ver la salida del sol. El resto de grupos no tenían previsto semejante madrugón. Confié en mi guía y me retiré a dormir.

En Shegar a 4.300 metros

A la mañana siguiente, nos levantamos mi compañera checa y yo y nos vestimos a oscuras (seguía sin haber luz en el hotel) y tiritando (¿por qué si el hotel es nuevo y está a más de 4.000 metros no se les habrá ocurrido poner calefacción?). Unas barritas energéticas para tener algo en el estómago y...¡en marcha!  ¿En marcha? ¿Dónde están nuestro conductor y nuestro guía? ¡Será posible que les tengamos que esperar con el frío que hace y el sueño que tenemos! Pues sí, así fue, llegaron tarde y con calma...para luego emprender una carrera frenética contra el sol. Carrera bruscamente paralizada por...¡un atasco! Una fila de coches parados esperando para pasar el control militar chino. Parecía una película de guerra, noche profunda, estrellada, y nosotros esperando como fugitivos a que nos estamparan el salvoconducto en nuestros permisos. No nos pusieron pegas y subimos de nuevo al jeep. Nuestro conductor iba adelantando a todos  y el sol empezaba a asomar amenazante por el horizonte. La tensión en el interior del coche se podía cortar con un cuchillo. Mi amiga checa me lanzaba miradas de cómplice odio a nuestro guía. Por fin, ya de día, paramos en el mirador (nosotros y un montón de turistas más que no sé por dónde habían venido...). El sol recién salido, presentaba un espectáculo maravilloso. La cima del Everest se vislumbraba por encima de las nubes mañaneras como si estuviera flotando, suspendida en el aire y acompañada de sus hermanas pequeñas, los otros 8.000 metros del Himalaya. Impresionante. Mucho frío. Costaba hacer la fotografía de rigor. Había merecido la pena. Mi guía había acertado.
El Everest asomándose entre las nubes
Más tarde supe lo afortunadas que habíamos sido, no se ve el Everest todos los días, solo si se dan las condiciones meteorológicas adecuadas. Nuestro guía, fotógrafo aficionado, estaba igual de emocionado que nosotras. Mi presentación al Everest me había fascinado y seguíamos acercándonos. 
La carretera cada vez era más serpenteante y estaba menos asfaltada. El día muy despejado, nos permitía disfrutar de unas vistas maravillosas. A cada tanto parábamos para admirar el paisaje y pasar algún control más chino. Finalmente, llegamos al monasterio de Rongbuk, a 5.000 metros de altitud, el monasterio más elevado del mundo. Las vistas del monasterio con el Everest de fondo son de otro mundo.

Monasterio Rongbuk con el Everest de fondo
Ya sólo nos separábamos unos escasos kilómetros del Everest Base Camp. La carretera se hacía aún más abrupta, con hielo y algún riachuelo en el que los yaks disfrutaban de su baño admirando el Everest. Mágico.
Yaks bañándose en las proximidades del Everest
Ya casi estábamos en el campamento base, me acercaba a él con una mezcla de sentimientos, ilusionada y asustada a la vez, ¡el Everest me esperaba!

¿Has tenido el honor de estar cerca del Everest? ¿Qué sentiste?

viernes, 27 de abril de 2012

Tibet, pueblo en extinción

¿Qué decir de mi experiencia en el Tibet? Es un viaje que, sin lugar a dudas, no deja indiferente. Los paisajes y su gente marcan la diferencia. Paisajes a más de 4.000 metros de altitud. Cielo azul, sol abrasador, nada de árboles. Yaks pastando pacientemente. El Himalaya imponiendo su presencia. Adornos religiosos y festivos decorando, tanto edificios, como valles y montañas. Aquí una ristra de banderas de colores con oraciones budistas cruzando la ladera de una montaña. Allá montículos de piedras, a modo de ofrendas, junto al camino o en la orilla de los ríos. Coloridos estandartes en las esquinas de las casas paralepípedas, o en medio de las plazas de los pueblos, o en lo alto de las montañas. ¿Bonito? No podría afirmarlo con certeza. Imponente y fascinante, sin lugar a dudas.

Ofrendas a la orilla del lago Yamdrok Tso


Más aún que el paisaje impactan sus gentes. A pesar de los 60 años de ocupación china (perfectamente reflejados en carteles y puertas conmemorativas), mantienen ostentosamente su diferencia. Aunque haya una juventud despreocupada por la cultura tibetana. A pesar de que se oiga mandarín en las calles de Lhasa. Aunque el ejército chino mantenga soldados armados vigilando y patrullando. Aún así, la cultura tibetana pervive dentro del Tibet. Todavía. Una cultura profundamente arraigada en la religión, en su budismo autóctono, importado de Nepal, pero adaptado al Tibet.


Puerta conmemorativa de los 60 años de ocupación china con el palacio de Potala al fondo en Lhasa

Los tibetanos gustan de tener una vida sencilla, podrían haber sido ricos, su país es abundante en minerales, pero esto nunca pareció interesarles. Sus vidas giran en torno a los ritos budistas que practican con alegría, como una fiesta. Dedican largas horas a pasear alrededor de los templos, siempre en el sentido de las agujas del reloj, practicando el habla o la oración, en ocasiones, ayudados de rosarios o elementos giratorios.

Mujeres practicando la Kora en el mercado de Barkhor en Lhasa
También realizan interminables postraciones para ejercitar cuerpo y habla simultáneamente, quedándoles ya sólo por dominar la mente para poder alcanzar la iluminación. Es un espectáculo asombroso para el observador occidental. El dominio de la mente es lo más difícil, posible a través de la meditación, en la que los monjes se suponen expertos. 

Prostraciones frente al templo de Jokhang en Lhasa
Los monjes para mí merecen un capítulo a parte. Me parecieron lo menos auténtico del Tibet (bueno junto con las restauraciones de edificios de los chinos que ya se sabe que consisten en construir de nuevo). No todos los monjes, claro. Alguno que encontramos cuidando un templo semiderruido y solitario en lo alto de una montaña, o las monjas del convento que casi nadie visita, o los monjes que recientemente se han suicidado, seguro que son excepciones. En general, parecen figurantes a cargo de los templos. Y pidiendo un buen dinero extra por tomar fotografías en su interior (en alguno llegó a los ¡20€!). Si recordamos que los chinos acabaron prácticamente con todos los templos y expulsaron (o algo peor) a sus monjes, prohibiendo el culto durante años, ¿cómo asegurar que quienes volvieron a los lugares de oración invitados por los chinos para promover el turismo sean auténticos? Los habrá que sí, pero también que no. Aún así, el pueblo tibetano les respeta y colma de donaciones los templos.


Es muy común ver gentes muy sencillas visitando los templos, realizando las postraciones, encendiendo las velas de aceite y dejando billetes en las imágenes de los budas. Al fin y al cabo, según su creencia, si el monje no se comporta como tal, es él quien tendrá mal karma, no el devoto fiel que le haga una ofrenda creyéndole bondadoso, éste tendrá buen karma por ello.


Para acabar os dejo un video de un ritual - espectáculo que vi en el monasterio de Tashilhunpo, en Shigatse. Daba respeto.



Cuando terminó el acto, todo el pueblo se quedó merendando, a mí y a mi amiga nos invitó a unirnos esta simpática familia, con ellos tomé una cerveza tibetana. Así es el pueblo tibetano. Ojalá perdure.



 ¿Qué opinas del Tibet? ¿Crees que está en peligro de extinción o que perdurará?

miércoles, 25 de abril de 2012

Moviéndose por Shanghai


Shanghai es una ciudad de dimensiones exageradas, especialmente para un europeo medio. Moverse por Shanghai no es difícil pero sí algo agotador. Sus habitantes se mueven en su flamante red de metro o en autobús (ambos adaptados al extranjero con traducciones al inglés como en toda ciudad grande china, todo un detalle para el visitante), en taxi (que desde la expo 2010 cuenta con una línea caliente para extranjeros con servicio 24 horas) y, sobre todo, en moto eléctrica. También hay peatones que intentan deslizarse entre el tráfico y, en las zonas más céntricas, cuentan con modernos pasos elevados y alguna calle peatonal abarrotada de gente.


Una calle de Shanghai en la Concesión Francesa


Nada más llegar a Shanghai un amigo me recomendó que tuviera cuidado con las motos al cruzar la calle. Me pareció un exceso de celo por su parte. No lo era. Las silenciosas motos eléctricas que han sustituido prácticamente en su totalidad a las bicicletas no respetan las normas de circulación y, por tanto, aparecen desde cualquier dirección y sin luces, aunque sea de noche. Poner un pie en la calzada sin mirar previamente puede suponer un riesgo para la vida. Hay que agradecer la existencia de este tipo de vehículos que seguro han mitigado los niveles de contaminación de la ciudad (en contraste con Pekín dónde su uso está menos extendido), pero me pregunto si habrán aumentado el número de atropellos de peatones. ¡Cuidado con las motos, no se les oye venir!

Metro de Shanghai

Si uno coge el metro en hora punta en Shanghai, descubrirá el significado de la superpoblación. Se encontrará que, a pesar de los ingentes esfuerzos de pensionistas voluntarios chinos por mantener el orden, chillando instrucciones con un megáfono para lograr que los usuarios respeten los caminos marcados en el andén para dejar salir y entrar en el vagón, no lo consiguen. Entrar el metro es una lucha encarnecida a empujones, sin ningún tipo de consideración por la vida humana. Sí, ya sé, que el metro en hora punta en Madrid o Barcelona es también infernal, pero, creedme, comparado con el de Shanghai, es un paseo en barca. Y para más inri, los intercambiadores entre estaciones son interminables. Es posible tener que andar un kilómetro para cambiar de una estación a otra. Los que están ya construidos, tienen modernos pasillos con luces de colores y están llenos de tiendas y restaurantes. Otros, aún por hacer, combinan pasos subterráneos con terrestres. Algo desconcertante para el  usuario inexperto. 

Intercambiador en el metro de Shanghai
El taxi es una opción más cómoda y relativamente barata (aunque los precios suben cada poco tiempo). Hay que respetar las normas para tener éxito al coger un taxi: cómo cogerlo, cómo dirigirse al taxista y cómo despedirse de él. Para cogerlo, armarse de paciencia. No siempre paran. Parece que vayan vacíos pero, en realidad, van a recoger a alguien o simplemente no quieren problemas cogiendo a un laowai. Paciencia. Si se va solo, lo educado es sentarse delante. Lo contrario puede admitirse si se es mujer. Para dar indicaciones al taxista, por mucho que se hable algo de mandarín y a menos que se esté muy, muy convencido de la pronunciación correcta (pronunciar chino es muy difícil y los taxistas, a pesar de que se pasan la vida recogiendo a laowais que van más o menos a los mismos sitios, no ponen mucho de su parte), conviene llevarlo por escrito en mandarín y siempre indicando la calle que intersecta. Así con un “wo yào qù…” (quiero ir a...) y mostrar el móvil o papelito con la dirección todo va bien. Y al llegar, muy importante, si se conoce el destino, anunciarlo con un “dào le!” (¡hemos llegado!) para evitar que el taxista se pase de largo. Fácil. Mi experiencia con los taxistas de Shanghai es muy positiva. Alguno hasta me ayudó con los deberes de chino en los semáforos.




Sin embargo, cuando uno se mueve solo en una zona determinada de Shanghai llevado por su chófer (los extranjeros no estamos autorizados a conducir en China aunque alguno lo haga), puede tender a olvidarse de que es una ciudad enorme y encontrarse con alguna otra sorpresa al intentar ir de un extremo a otro. Como le pasó a un amigo portugués que vino a Shanghai de viaje de negocios y cometió el error de no coger la tarjeta del hotel creyendo que cualquier taxista sabría llevarle diciéndole el nombre del hotel por ser uno de lujo. ¡Grave error! Los taxistas no conocen los hoteles, los nombres a menudo cambian en chino y, además,  había media docena de la misma cadena en Shanghai. Tras una peregrinación por los hoteles de la cadena, logró dar con el adecuado y no perder el avión de vuelta a Europa. Y es que Shanghai (como él mismo recordó lamentándose) tiene más población que todo Portugal. ¿A qué dicho así ya parece más imponente?



 
¿Vives o has vivido en Shanghai? ¿Cuál es tu experiencia moviéndote por la ciudad?


viernes, 20 de abril de 2012

Shanghai, ciudad de grandes contrastes (1ª parte)

Ya que mucha gente me lo ha preguntado, hoy, voy a empezar a hablaros de la vida en Shanghai. Por ahora, únicamente he vivido dos meses y pico, pero creo tener ya una visión suficiente y espero que si tú que me lees estás viviendo o has vivido allí, critiques mi opinión, ¡sin piedad!.

Nanjinglu, en pleno centro comercial y de negocios de Shanghai, muy cerquita de People's Square

Uno puede vivir en Shanghai de maneras muy distintas. Es posible vivir en Shanghai y no enterarse de que uno está en China. O como dice un buen amigo mío, darse cuenta sólo porque los carteles están escritos con símbolos raros. Para eso, tan sólo hay que vivir, trabajar y no salirse del barrio de Pudong. 


Pudong, con sus largas y perfectas avenidas, sus torres de oficinas y pisos, sus centros comerciales y sus bares y restaurantes al estilo occidental. En ellos es posible comunicarse en inglés precario. Reconozco que algunas de las torres son impresionantes, el parque Century  muy agradable y muchas zonas deben constituir un ejemplo de urbanismo moderno. Aún así, para mí, Pudong carece de sabor. Únicamente he acudido allí para admirar las torres, visitar a algún amigo, ir a comprar algo en el mercado de las falsificaciones de la parada del Museo de Ciencias (sí, lo admito) y, por supuesto, realizar algún trámite con el visado en el imponente edificio que nos tienen reservado a los extranjeros (y a los chinos que quieren ir a Hong Kong o Macao). Impresionante lo eficientes que son los funcionarios chinos que hablan inglés y piden que evalúes su servicio ad-hoc pulsando un botón (igualito que en España).

Xujiahui, Shanghai
Otra opción, muy común entre los extranjeros residentes o "expatriados" es vivir en un condominio cerca de Jing'an Temple o en Xuhui o en alguna otra zona similar del lado opuesto del río, o sea, al otro lado de Pudong (y muchos kilómetros más lejos). En ese caso, uno dispondrá de un apartamento moderno en una torre, con vistas espectaculares de la ciudad, seguridad 24 horas y unas zonas comunes con jardines, piscina y gimnasio. Todas las comodidades dentro de una bonita colmena. No sólo los expatriados viven aquí, también hay jóvenes familias de chinos de éxito que viven el estilo de vida occidental (o lo más parecido que uno pueda imaginar).

Avenida con Jing'an Temple al fondo

Mi barrio favorito, sin duda, es la Concesión Francesa. Oficialmente no se llama así, cuando he intentado traducírselo a algún chino, me ha mirado con extrañeza e incomprensión. Imagino que ese apartado de su historia se ha perdido en su memoria. Los shanghainanos no le ponen nombre a la zona pero la identifican como zona comercial, de bares y restaurantes, en su mayoría, de estilo occidental. Limitada por la calle Huai Huai al norte y por Tianzifang al sur, es fácil distinguirla por ser una de las pocas zonas de ese lado de Shanghai con arbolado en sus calles y casas bajas de estilo colonial.

Típica casa colonial en la Concesión Francesa


La Concesión Francesa es una mezcla perfecta entre estilo de vida tradicional chino y moderno u occidental. Es posible que coexistan tiendas de moda con ropa que imita (o más bien copia) a las grandes marcas exclusivas de Occidente, con ropa tendida dejada secar colgando en cualquier esquina de la calle.


Una calle cualquiera en la Concesión Francesa. Obsérvese la ropa tendida.



Por las noches, conviven hordas de jóvenes shanghainanos con expatriados en los bares y restaurantes de moda. Bien es cierto, que en algunos de ellos es más fácil ver solo a uno de estos grupos, e incluso, a alguna nacionalidad extranjera en exclusiva (ya se sabe que los españoles en el exilio sí estamos unidos). De día, las motos eléctricas toman las calles (al igual que en cualquier otra zona de Shanghai), junto con modernos coches y transportes tradicionales que correrían peligro en otras áreas de la ciudad y no se suelen ver.


Transporte tradicional en la Concesión Francesa y ejecutivo chino al fondo

China es un país de contrastes, y Shanghai, capital económica de la nación, es una buena muestra de ello. Hoy os he hablado de los sitios en los que suele vivir el extranjero, de entre ellos, quizás sea en la Concesión Francesa, mi zona preferida de la ciudad, dónde si se detiene uno a mirar, es posible atisbar curiosidades. Aún hay muchas más, pero eso será ya otro post. Tendréis que volver por aquí para leerlo. ¡Os espero!

¿Vives en Shanghai? ¿Qué opinas de la ciudad? ¿Cuál es tu zona preferida?