miércoles, 2 de mayo de 2012

Durmiendo en la cima del mundo, el Everest

No soy muy montañera ni he ido mucho de acampada, más bien, soy urbanita. Sin embargo, me disponía a pasar la noche en el Everest. Más concretamente, en el campamento base del lado tibetano, a 5.250 metros de altitud. Era una perspectiva emocionante pero no exenta de preocupaciones, ¿superaría con éxito la prueba o sucumbiría al mal de altura?

Campo base del Everest en el Tibet

Dos hileras de tiendas de campaña enfrentadas, un cartel en chino, tibetano e inglés indicando dónde estamos, algunos puestos de artesanos vendiendo bisutería, unas letrinas y una oficina de correos (la más elevada del mundo), todo ello coronado por el pico del Everest al fondo. Así es el campo base dónde iba a pasar la noche. Hacía un día precioso, brillaba el sol y el Everest se veía deslumbrante presidiendo el paisaje. Aún se podía llegar más cerca de la gran montaña (sin ser alpinista, se entiende). Hay un camino de una hora andando hasta el otro campamento base, el militar, desde allí casi se toca la cumbre. Mi compañera checa emprendió la marcha a pie acompañada por el guía. Yo no fuí tan valiente. El mal de altura, no me había afectado, pero sí notaba que estaba más cansada de lo normal y dos horas de trekking no iban a ayudar demasiado. Preferí no arriesgar y coger el autobusito (supuestamente ecológico) que llevaba hasta allí. Me encontré con un puesto militar chino y una  pequeña colina a modo de mirador. La subí poco a poco, parándome a mitad a coger aire (era una elevación insignificante pero la altitud magnifica el esfuerzo). Y allí estaba, frente a frente al Everest, cara a cara, casi parece que se esté a la par con él cuando, en realidad, aún hay varios miles de metros de diferencia. Lo inalcanzable parece alcanzable.

Segundo campo base del Everest en el Tibet
El Everest desde el segundo campo base

Cumplido el ritual de adoración a Chomolungma, por delante quedaban largas horas hasta la puesta de sol. Fueron llegando otros viajeros, amigos ya, que habían ido coincidiendo en las distintas paradas del recorrido tibetano. Tristemente resultó que la mayoría tuvo que abandonar el campamento porque alguno de los miembros de su expedición estaba repentinamente enfermo (no habían sabido guardar las energías o simplemente les había tocado la china del mal de altura).  Se perdieron el increíble espectáculo de la puesta de sol, otro gran regalo de la naturaleza. El cielo totalmente despejado proyectaba diversos colores en la cumbre del Everest que fue cambiando del dorado intenso al ocre hasta apagarse por completo.

Puesta de sol sobre el Everest

La suerte me sonreía, ¡iba a superar la prueba y a disfrutarla!. Con la caída del sol, la temperatura empezó a bajar y había que ir al retrete. Prefiero ahorraros los detalles de la descripción de las letrinas del campamento base. El olor ya se notaba en un radio de dos metros alrededor de ellas y no creo que hubieran sido vacíadas en meses. Como resultado, había un decorado de papelitos usados circundando la zona. Asqueroso. A la luz del día, con ayuda de una amiga haciendo de vigilante (¡no hay arbustos a más de 5.000 metros!) añadí, muy a mi pesar, otro papelito a la colección pero...¿de noche? Había hecho prometer al guía que me llevaría el chofer al monasterio para poder ir al aseo antes de dormir. Sin embargo, mi guía había desaparecido. Y la noche caía. Me salvó el mandarín. Aunque el chofer lo hablaba fatal, sí suficiente como para entender mi petición y, muy amable, salimos en el jeep, bajo una noche profunda, por la carretera de piedras y charcos, en busca del ansiado retrete. Y resultó que el chofer que, hasta entonces no se había pronunciado, tenía ganas de conversación. Son estos momentos en los que una fugazmente calcula la diferencia de tamaño del chofer tibetano (enorme) y la gran soledad de las montañas pero decide, rápidamente, cortar estos pensamientos (la checa estaba tan cansada que había preferido quedarse en la tienda). Fue todo bien y una hora más tarde ya estaba junto a mi tienda lavándome los dientes en la oscuridad. La noche en la tienda de campaña acababa de empezar.

Dueño de tienda - hotel en el Everest

Nuestro anfitrión que más parecía un indio americano de las películas que un tibetano, y que era extremadamente coqueto, continuamente mirándose al espejo y colocándose bien la trenza, encendió el fuego. Yo, totalmente vestida con mis varias capas y los pantys debajo de los pantalones, me introduje en la sábana - funda traída desde el pisito de Shanghai y en el saco de dormir prestado por el guía y me tapé (bueno me taparon porque no podía moverme ya) con varias mantas. Y así, enfundada en todo ello y muy calentita, me dispuse a intentar dormir. No pasé frío durante la noche pero tampoco dormí demasiado. La parte de atrás de la tienda se convirtió en el centro de reunión de los tibetanos del campamento y cada vez que entraba alguien a la tienda me inquietaba saber que mi bolso estaba fuera de mi alcance. Por no hablar de la comodidad de la bancada que era estrecha y dura. Los ronquidos del chino tampoco ayudaban. Sin embargo, mi compañera checa y la pareja china parecía que dormían plácidamente.

Aquí dormimos en el Everest

A la mañana siguiente, ¡sorpresa! no había hoguera al levantarse. Hube de armarme de gran valentía para salir del calentito nido que me había organizado. Mientras me lo pensaba, observé asombrada como mi guía se cambiaba la camiseta sin esfuerzo y mostrando su torso descubierto. Imagino que hay que ser tibetano para no sentir el frío matutino del Himalaya. La salida del sol sobre el Everest, no fue tan especial como la puesta. El Everest es increíble pero creedme no merece la pena dormir allí si es por ver la salida del sol. Sí por el misterio de saber que se está durmiendo a más de 5.000 metros, rodeada de tibetanos y a los pies de la montaña mágica. Jamás me había imaginado siquiera que yo haría algo así. La realidad había superado a la imaginación y la experiencia del Everest había pasado a formar parte de mis recuerdos imborrables.

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